La villa cordobesa de Pedro Abad late cada septiembre al compás de la devoción al Santísimo Cristo de los Desamparados, patrón y protector secular del municipio. Más allá de la feria y fiestas en su honor, que llenan de vida las calles durante varios días, la historia de esta imagen encierra una particularidad única: la tradición de procesionar solo una vez cada 100 años, un voto de fe que ha atravesado generaciones hasta convertirse en seña de identidad colectiva.

La devoción al Cristo hunde sus raíces en el siglo XIII, cuando el abad Pedro de Meneses llegó desde Galicia acompañando a las tropas de Fernando III el Santo en la Reconquista. Traía consigo una imagen de Cristo crucificado que pronto adquirió fama de milagrosa. El fervor popular llevó al rey a ordenar la construcción de una ermita y a conceder exenciones a quienes se establecieran en torno a ella. Así nació la aldea que, con el tiempo, se llamó Pedro Abad.
El enigmático voto centenario que marca la salida extraordinaria de la imagen tiene su origen en la simbología medieval del número 100 y en la influencia de los primeros Jubileos de la Iglesia, que Bonifacio VIII estableció en 1300. Para los vecinos, este gesto trascendió lo local: era la manera de conectar su fe con la universalidad de la cristiandad. La última vez que la talla original salió en procesión fue en abril de 1934, coincidiendo con el 700 aniversario de la fundación del pueblo.
Dos años más tarde, en plena Guerra Civil, la talla fue destruida. Solo se conservó un fragmento de su antebrazo, que fue incorporado a una nueva escultura en 1939. De este modo, la imagen actual es también símbolo de resiliencia: renació del dolor de la pérdida, pero conserva la huella material y espiritual de la original.

Hoy, el Santísimo Cristo de los Desamparados sigue siendo el eje espiritual de Pedro Abad. Mientras llega la próxima cita centenaria, prevista para 2034, la comunidad mantiene viva la devoción con su feria anual, que combina la novena solemne, los cultos religiosos y un ambiente festivo de música, casetas y fuegos artificiales.
El relato del Cristo de los Desamparados no es solo el de una imagen venerada, sino el de un pueblo entero que ha sabido convertir la fe en patrimonio, la tragedia en renacimiento y la espera en una promesa compartida.