Como futuro cronista de montaña y actividades alternativas en esta nueva plataforma de noticias, quiero inaugurar mi colaboración compartiendo no solo rutas, paredes o grados, sino también los encuentros humanos que esta pasión nos regala. Historias que nos tocan más allá de la roca, y que nos recuerdan por qué seguimos volviendo a la vertical una y otra vez. Este relato es uno de esos que merece ser contado.
Encuentros que enriquecen…
Freemann, austríaco nacido en Viena aunque pasó su vida entre Múnich y Verona, de 78 años, comenzó a escalar con 15 años en los Alpes tiroleses, aunque no duró mucho tiempo. Tuvo que vivir con esa pena y el vacío que deja perder a un amigo y compañero mientras practicas este deporte que muchos convertimos en nuestro modo de vida. Dejó la escalada a los 16 años por guardar luto, supongo, a un compañero que debe estar protegiéndolo desde algún lugar, que los que seguimos aquí aún no conocemos.
Casi medio siglo después, decidió volver a este deporte, en este caso para honrar a un amigo que lo abandonó 50 años atrás en una pared cualquiera de los Alpes austríacos. Volvió al deporte que más le gusta para hacerlo en paredes fáciles y en solitario. Enamorado de Espiel desde hace algunos años, no dejaba de mirar desde la terraza del refugio, mientras disfrutaba de una cerveza al atardecer, a la pared que se presentaba ante él, la mítica vía San José, 132 mts de roca.
La observaba con anhelo sin saber si la podría probar. Quizás fue casualidad, pero nuestras vidas se cruzaron esa semana; yo acababa de escalar con un grupo de clientes y él disfrutaba de sus ya habituales cerveza y atardecer, de cara a su objetivo. Me saludó en lo que fue una mezcla de italiano, inglés y castellano, y dejándose llevar por la excitación que ese momento del día le provoca desde hace ya tiempo, me preguntó si yo podría guiarlo por esta pared hasta la cima.
En un inicio accedí de manera profesional, pues esta es parte de mi trabajo. Después entendí que este objetivo estaba por encima de cualquier presunción laboral… Contribuí a cumplir un sueño.
Hoy Freemann se sintió libre, a sus 78 años, al conseguir un objetivo que, hace una semana, sólo podía ver sin tocar…
¿Quién hizo el favor a quién?
Él me regaló la oportunidad de formar parte de su historia, llevaba guardándome un lugar en sus anhelos desde hacía tiempo, sin conocerme…
Fue un placer inexplicable, ni siquiera ahora que ya pasó la emoción, que decidiera formar cordada conmigo una persona que cuenta por decenas sus experiencias en montaña, la mayor parte de veces son bonitos recuerdos, la mayor parte…
Ya pasaron 8 años de aquel día, no volví a saber nada más de aquel tirolés de mirada profunda y limpia, pero sigo y seguiré agradecido por haberme hecho ver que nunca es tarde.
La montaña, para muchos de nosotros, no es solo un lugar. Es una escuela silenciosa, una forma de vida, un espejo donde aprendemos quiénes somos. En la comarca del Alto Guadalquivir, son muchos los que han crecido bajo esa filosofía: niños que corrieron entre olivares, que aprendieron a leer el viento y el silencio, y que descubrieron que la cima no siempre está en lo alto, sino a veces en el interior. Ese paisaje, aparentemente humilde, fue el caldo de cultivo para decenas de personas que, al hacerse mayores, sintieron la llamada de lo vertical y buscaron paredes por todo el mundo, desde Picos de Europa hasta Patagonia.
Escalar, caminar o simplemente contemplar desde un mirador del Guadiato no es un acto deportivo sin más: es casi un ritual. La montaña nos conecta con nuestras raíces y, al mismo tiempo, nos lanza lejos, como si ese espíritu libre que habita las sierras del Alto Guadalquivir necesitara saltar sus propias fronteras. Por eso, contar estas historias es también rendir homenaje a una cultura silenciosa pero viva, a una pasión que no entiende de edades ni de idiomas. A veces, como en el caso de Freemann, basta una mirada compartida y una pared por delante para entenderlo todo.